Dios en el laboratorio: La historia de Stanislav Grof
La más bella emoción que podemos experimentar es la mística. Es la fuente de todo arte y ciencia verdadera. Aquel ajeno a esta emoción está muerto.
ALBERT EINSTEIN.
Mi historia personal y profesional no es muy usual, ya que fueron mi investigación científica y las observaciones diarias en mi trabajo clínico y de laboratorio las que socavaron la visión ateísta que tenía del mundo y atrajeron mi atención hacia los dominios espirituales.
Mi caso no es el único, ya que otros científicos han llegado a una comprensión mística del universo y a una espiritualidad cósmica a través de su investigación. Sin embargo, es mucho más común que se dé exactamente lo opuesto: personas que en su niñez han recibido una educación religiosa muy estricta encuentran insostenible una visión espiritual del mundo cuando tienen acceso a la información que la ciencia occidental ha obtenido.
Nací en Praga en 1931 y pasé mi niñez en parte en esa ciudad y en parte en una pequeña población checoslovaca. A edad temprana, ya mis intereses y actividades reflejaban una gran curiosidad por la psique y la cultura humanas.
Mi comienzo real en la psiquiatría y la psicología se dio cuando terminaba la escuela secundaria. Un muy buen amigo me recomendó las conferencias introductorias al Psicoanálisis, de Sigmund Freud. Leer este libro resultó ser una de las experiencias más profundas e importantes de mi vida. Me impresionaron mucho la penetrante mente de Freud, su lógica implacable y su capacidad para aportar una comprensión racional en áreas tan oscuras como el simbolismo y el lenguaje de los sueños, el funcionamiento de los síntomas neuróticos, la psicopatología de la vida cotidiana y la psicología del arte. Como estaba a punto de graduarme, tenía que tomar algunas decisiones serias sobre mi futuro. A los pocos días de terminar el libro de Freud, decidí que estudiaría medicina, requisito necesario para convertirme en psicoanalista.
No recibí ningún tipo de educación religiosa en mi niñez. Mis padres habían decidido no comprometernos ni a mi hermano menor ni a mí con ninguna Iglesia en especial; deseaban que hiciéramos nuestra propia elección cuando tuviéramos la edad apropiada. Aunque las religiones y la filosofía oriental me interesaban intelectualmente, era básicamente ateo. Seis años de estudios en la Universidad de Medicina Charles de Praga re forzaron aún más mi ateísmo. Una orientación materialista y un pensamiento mecanicista eran característicos de la educación médica occidental en cualquier lugar del mundo, y más aún en Praga y otros países del Este europeo en ese momento, en el que el sistema educacional estaba dominado por la ideología marxista, particularmente hostil a cualquier alejamiento de la doctrina materialista pura. Todo concepto que se remitiera al idealismo y al misticismo era cuidadosamente extirpado de los programas o puesto en ridículo.
Estudié una amplia gama de disciplinas científicas en estas circunstancias especiales, lo que reforzó mi convicción de que cualquier tipo de creencia religiosa o espiritual era absurda e incompatible con el pensamiento científico. También leí publicaciones de las corrientes principales de la psiquiatría que sugerían que las experiencias espirituales y místicas en las vidas de los grandes profetas, santos y fundadores de religiones eran, en realidad, manifestaciones de enfermedades que tenían nombres científicos.
A pesar de que las causas de estas enfermedades mentales, o psicosis, habían eludido hasta el momento los denodados esfuerzos de innumerables equipos de científicos, la opinión general era que algún tipo de proceso patológico tenía que ser la base de experiencias y conductas tan extremas. Parecía tan sólo cuestión de tiempo hasta que la medicina pudiera explicar la naturaleza exacta de estos problemas y descubriera tratamientos eficaces.
Aunque tenía pocas razones para dudar de tantas autoridades académicas y eminencias científicas, a menudo me preguntaba por qué millones de personas habían sido tan profundamente influidas por experiencias visionarias, si estas experiencias no eran más que productos sin sentido de una patología cerebral. Sin embargo, esta duda no era tan fuerte como para hacer temblar mi confianza en la psicología tradicional.
Durante mis estudios, me uní a un pequeño grupo de psicoanálisis en Praga, dirigido por tres analistas que eran importantes miembros de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Esto era todo lo que quedaba del movimiento freudiano después de la purgas nazis de la Segunda Guerra. Desarrollábamos seminarios con regularidad en los que discutíamos distintos trabajos pilares de la literatura psicoanalítica, y seleccionábamos historias clínicas. Luego realicé un análisis de preparación con el anterior presidente de la Asociación Psicoanalítica Checoslovaca. También fui voluntario en el departamento psiquiátrico de la Universidad de Medicina Charles en Praga para prestarme a la práctica de la psiquiatría clínica.
Al conocer mejor el psicoanálisis comencé a experimentar profundas dudas. Los estudios que había leído de Freud y sus seguidores parecían ofrecer interpretaciones fascinantes y brillantes de los muchos aspectos de la vida de la mente, pero la situación era muy distinta en lo que se refería a la aplicación práctica del análisis freudiano en el trabajo clínico.
Me di cuenta de que el psicoanálisis era muy excluyente, consumía una enorme cantidad de tiempo y era poco eficaz. Para un sujeto elegible uno debía llenar ciertos requisitos según un criterio especial, y muchos pacientes psiquiátricos eran automáticamente excluidos como candidatos potenciales. Peor aún era el factor tiempo: aquellos seleccionados como sujetos apropiados tenían que comprometerse a tres años de sesiones terapéuticas de 50 minutos, de tres a cinco veces por semana. El sacrificio de tiempo, energía y dinero era inmenso en comparación con los resultados.
Me era difícil comprender por que un sistema conceptual que parecía tener todas las respuestas teóricas no brindaba resultados más espectaculares al ser aplicado en problemas clínicos reales. Mi entrenamiento médico me había enseñado que, si se comprendía realmente el problema, uno era capaz de hacer algo espectacular al respecto. (En el caso de enfermedades incurables, al menos teníamos una idea sobre por qué el problema se resistía a nuestros esfuerzos terapéuticos, y sabíamos qué tendría que cambiar para volverlo tratable). Pero en el caso del psicoanálisis se irte pedía que creyera que, a pesar de tener una comprensión total de los problemas con los que trabajábamos, podíamos hacer relativamente poco aunque trabajásemos durante un largísimo período de tiempo.
Cuando me debatía con estas cuestiones, el departamento en donde estaba trabajando recibió un paquete de regalo, de los Laboratorios Farmacéuticos Sandoz de Basel, en Suiza. Al abrirlo, encontré una misteriosa combinación de letras y dos números: LSD-25. Era una muestra de una nueva sustancia experimental con notables propiedades psicoactivas, descubierta por azar por el químico a cargo de Sandoz, el Doctor Albert Hofmann.
Luego de un trabajo psiquiátrico preliminar en Suiza, la compañía estaba haciendo llegar muestras de esta droga a investigadores de todo el mundo, pidiéndoles información sobre sus efectos y su potencial. Entre sus posibles usos se contaban la exploración de la naturaleza y causas de las psicosis, en particular de la esquizofrenia, y la preparación de psiquiatras y psicólogos.
Los primeros experimentos conducidos en Suiza demostraron que dosis minúsculas de esta sorprendente sustancia eran capaces de producir cambios profundos en la conciencia de los que la ingerían por un período de entre seis y diez horas. Los investigadores encontraron interesantes similitudes entre estos estados y la sintomatología de las psicosis que se daban naturalmente. Así, pues, parecía que el estudio de estas ‘psicosis experimentales’ podía proveer de interesantes conclusiones sobre las causas del grupo más enigmático de desórdenes psiquiátricos. La posibilidad de experimentar con un estado “psicótico” reversible proveía de una oportunidad única a los profesionales que trabajaban con pacientes psicóticos, para obtener un conocimiento íntimo de su mundo interno, comprenderlos mejor y, como resultado, tratarlos con una mayor eficacia.
Me entusiasmó muchísimo contar con la oportunidad de una preparación tan única y, en 1956, me convertí en uno de los primeros sujetos de experimentación. Mi primera sesión con LSD fue un acontecimiento que ha tenido consecuencias que han cambiado mi vida profundamente a nivel personal y profesional. Tuve un encuentro extraordinario: me enfrenté con mi psiquis inconsciente. Instantáneamente perdí el interés en el psicoanálisis freudiano, ya que ese se día marcó para mí el comienzo de un distanciamiento radical del pensamiento psiquiátrico tradicional. Tuve una fantástica variedad de visiones muy vividas; algunas abstractas y geométricas, otras figurativas y llenas de significado simbólico. También sentí una sorprendente gama de emociones con una intensidad que jamás había creído posible experimentar.
No podía creer lo mucho que había aprendido de mi psiquis en esas pocas horas. Un aspecto de mi primera sesión merece ser mencionado, ya que sus implicancias iban más allá de la conclusión psicológica: mi preceptor en la facultad estaba muy interesado en estudiar la actividad eléctrica del cerebro, y su tema favorito era la exploración de la influencia de distintas frecuencias de luz intermitente en las ondas cerebrales. Acordamos monitorear mis ondas cerebrales con un electroencefalograma, como parte del experimento. Fui expuesto a una fuerte luz estroboscópica entre la tercera y cuarta hora de mi experiencia.
En el momento previsto, una asistente me llevó a una habitación pequeña, colocó con cuidado electrodos sobre mi cuero cabelludo y me pidió que me recostara y cerrara los ojos. Luego ubicó una enorme luz estroboscópica sobre mi cabeza y la encendió. En ese momento los efectos de la droga estaban culminando, y esto sobredimensionó el impacto del estroboscopio: me golpeó una luz radiante comparable al epicentro de una explosión atómica, o quizás la luz de un brillo sobrenatural que, de acuerdo con las escrituras orientales, aparece ante nosotros en el momento de la muerte. Esta descarga me catapultó fuera de mi cuerpo. Dejé de percibir a la asistente y al laboratorio, luego a la clínica psiquiátrica, después a Praga y, finalmente, al planeta. Mi conciencia se expandió a una velocidad inconcebible y alcanzó dimensiones cósmicas.
En la medida en que la joven asistente fue cambian do la frecuencia del estroboscopio arriba y abajo en la escala, me hallé inmerso en un drama cósmico de proporciones inimaginables. Viví el Big Bang, pasé por agujeros negros y blancos del universo, me identifiqué con supernovas en explosión y fui testigo de muchos otros fenómenos extraños que parecían ser pulsares, quasares ‘y otros acontecimientos cósmicos. No cabía duda de que la experiencia que estaba viendo era muy similar a las que conocía por la lectura de los más importantes escritos místicos del mundo.
Aunque mi mente estaba muy afectada por la droga, yo era capaz de ver lo irónico y paradójico de la situación. Lo Divino se manifestó y me tomó, en un laboratorio moderno en el medio de un experimento científico serio llevado a cabo en un país comunista con una sustancia producida en un tubo de ensayo de un químico del siglo veinte. Salí de esta experiencia tocado hasta lo más íntimo e inmensamente impresionado por su poder.
En ese momento no creía, como lo hago ahora, que la posibilidad de vivir una experiencia mística constituye un derecho natural de todo ser humano; lo atribuía todo al efecto de la droga. Sentí que el estudio de los estados alterados de conciencia de la mente en general, y de aquellos inducidos por psicodélicos en especial, era por mucho el área más interesante de la psiquiatría, y decidí que se convertiría en mi especialización. Me di cuenta de que, en circunstancias adecuadas, las experiencias psicodélicas —mucho más que los sueños, que juegan un papel tan crucial en el psicoanálisis— son, en verdad, lo que Freud llamaba “un regio camino hacia el inconsciente”.
Este poderoso catalizador podía ayudar a subsanar el abismo entre el gran poder de explicación del psicoanálisis y su falta de eficacia como herramienta terapéutica. Sentí con fuerza que un análisis asistido por el LSD podría profundizar, intensificar y acelerar el proceso terapéutico y producir resultados prácticos que fueran paralelos a la ingeniosidad de las especulaciones teóricas freudianas.
Unas semanas después de mi sesión, me uní a un grupo de investigadores que comparaba el efecto de diferentes sustancias psicodélicas con las psicosis que se daban naturalmente. Como estaba trabajando con sujetos experimentales, no podía sacarme de la cabeza la idea de comenzar un proyecto en que las drogas psicoactivas pudieran ser utilizadas como catalizadores para el psicoanálisis. Mi sueño se convirtió en realidad cuando conseguí un puesto en el recién fundado Instituto de Investigación Psiquiátrica de Praga. Su director, un hombre de mentalidad abierta, me designó investigador principal de un estudio clínico que exploraba el potencial terapéutico del LSI) en la psicoterapia.
Comencé un proyecto de investigación utilizando dosis medias 14 en pacientes con distintos desórdenes psiquiátricos, en una serie de sesiones. Ocasionalmente, incluimos profesionales de la salud mental, artistas, científicos y filósofos que tenían interés y una motivación seria para la experiencia, como por ejemplo obtener una comprensión más profunda de la psique humana, incrementar su creatividad o ayudarlos a resolver sus problemas. La repetición de estas sesiones se hizo famosa entre los terapeutas europeos con el nombre de “tratamiento psicolítico” sus raíces griegas sugieren el proceso de disolución de los conflictos y tensiones psicológicas.
Emprendí una fantástica aventura intelectual, filosófica y espiritual que ya lleva más de tres décadas. Durante este tiempo, mi visión del mundo se ha visto socavada y destruida muchas veces por experiencias y observaciones diarias de carácter extraordinario. Una transformación realmente notable se ha dado gracias a mi estudio sistemático de las experiencias psicodélicas, tanto mías como de otras personas bajo el inflexible influjo de evidencia incontrovertible mi comprensión del mundo ha ido cambiando gradualmente desde una posición atea hasta una básicamente mística.
Lo que presentí en el cataclismo de mi primera experiencia de conciencia cósmica ha sido plenamente comprobado gracias a un cuidadoso trabajo diario sobre los datos de mi investigación. En mi acercamiento inicial a la psicoterapia con LSD, estaba profundamente influido por el modelo freudiano de la psiquis, que se limita a la historia postnatal y al inconsciente del individuo. Al poco tiempo de empezar a trabajar con las distintas categorías de pacientes psiquiátricos en repetidas sesiones, se volvió claro que tal marco conceptual era penosa mente estrecho. Aunque podría ser apropiado para algunas formas de la psicoterapia verbal, era claramente inadecuado para situaciones en las que la psiquis era activada por un catalizador profundo.
Siempre que usábamos dosis medias, muchas de las experiencias iniciales en una serie con tenían material biográfico de la infancia y niñez del individuo, tal como lo describe Freud. No obstante, cuando las sesiones continuaban, cada uno de los pacientes tarde o temprano pasaba a las regiones que yacen más allá de este marco de trabajo. Lo mismo ocurría al aumentar las dosis, sólo que con mayor rapidez. Una vez que las sesiones llegaban a este punto, empezaba a ser testigo de experiencias que no se podían diferenciar de aquellas descriptas en las antiguas tradiciones místicas y filosofías espirituales del Este. Algunas de ellas eran poderosas secuencias de muerte y renacimiento psicológico; otras incluían la sensación de unidad con la humanidad, la naturaleza y el cosmos. Muchos pacientes también nos hablaron de visiones de deidades y demonios de distintas culturas, y visitas a diferentes regiones mitológicas. Entre estos sucesos sorprendentes se contaban las dramáticas y muy vívidas secuencias que subjetivamente se experimentaban como recuerdos de vidas pasadas.
Yo no estaba preparado para recibir tales fenómenos en sesiones psicoterapéuticas. Sabía de su existencia por mis estudios de religiones comparadas, pero mi preparación psiquiátrica me había enseñado a considerarlas psicóticas no terapéuticas. Estaba azorado por su fuerza emocional, su autenticidad y su poder de transformación. Inicialmente, no me agradó este giro inesperado. La intensidad de las manifestaciones emocionales y fisiológicas de estos estados era atemorizante, y muchos de sus aspectos amenazaban con terminar con mi seguridad y confiable visión del mundo.
Sin embargo al aumentar mi experiencia y familiarizarme con estos extraordinarios fenómenos, comprendí claramente que constituían manifestaciones normales y naturales de los dominios más profundos de la psique humana. Su surgimiento desde el inconsciente seguía siempre al material biográfico sobre la niñez e infancia, lo que la psicoterapia tradicional considera un objeto de estudio legítimo y deseable. Por esto, hubiera sido altamente artificial y arbitrario ver a las memorias de la niñez como normales y aceptables, pero atribuir las experiencias que seguían a un proceso patológico. Cuando la naturaleza y el contenido de estos recesos de la psique se revelaban totalmente, sin duda representaban una fuente importante de sensaciones y sentimientos problemáticos.
Además, cuando se dejaba que estas secuencias siguieran su curso, los resultados terapéuticos trascendían cualquier otra cosa que yo hubiera visto. Síntomas difíciles que habían resistido meses e incluso años de tratamiento convencional, desaparecían luego de experiencias como las de muerte y renacimiento psicológico, sentimientos de unidad cósmica y secuencias que los pacientes describían como recuerdos de vidas anteriores.
Mis observaciones sobre los demás coincidían totalmente con las de mis propias sesiones psicodélicas: muchos estados que las principales corrientes de la psiquiatría consideran extraños e incomprensibles son manifestaciones naturales del funcionamiento profundo de la psique humana. Su aparición en lo consciente, tradicionalmente considerada como síntoma de la enfermedad mental, puede ser en realidad un esfuerzo radical del organismo para liberarse de los efectos de distintos traumas, simplificar su funcionamiento y curarse a sí mismo.
Me di cuenta de que no podíamos dictaminar cómo debía ser la psique humana para que así cupiera en nuestra visión del mundo y nuestras creencias científicas. Más bien lo importante era, y es, entender y aceptar la verdadera naturaleza de la psique y descubrir cómo cooperar mejor con ella.
Intenté hacer una cartografía de los territorios de vivencias que se dieron por la acción catalizadora del LSD. Durante varios años, dediqué todo mi tiempo al trabajo con sustancias psicodélicas con pacientes de variado diagnóstico clínico, llevando registros detallados de mis propias observaciones y guardando sus propias descripciones de sus sesiones. Creía que estaba creando nuevos mapas para la psique humana. Sin embargo, cuando terminé un mapa de la conciencia que incluía los diferentes tipos y niveles de experiencia que había observado en mis sesiones psicodélicas, se me ocurrió que esto era nuevo solamente desde el punto (le vista de la psiquiatría académica occidental.
Ví con claridad que había redescubierto lo que Aldous Huxley llamó la “filosofía perenne”, una comprensión del universo y de la existencia que ha surgido, con pequeñas divergencias, una y otra vez, en distintos países y períodos históricos disímiles. Mapas como éste han existido en distintas culturas desde hace siglos e incluso milenios. Los diferentes sistemas de yoga, las enseñanzas budistas, el Vajrayana tibetano, el Shaivismo de Kashmir, el taoísmo, el sufismo, la cábala y el misticismo cristiano son solo unos pocos ejemplos.
El proceso que veía en otros ‘yo mismo experimentaba también se parecía mucho a las iniciaciones chamánicas, a los ritos de pasaje de diferentes culturas y a los antiguos misterios de muerte y renacimiento. Los científicos occidentales han ridiculizado y rechazado estas prácticas complejas, creyendo que su acercamiento racional y científico coherente las ha reemplazado. Mis observaciones me han convencido de que, disciplinas tan modernas como el psicoanálisis y el behaviorismo, sólo han raspado apenas la superficie de la psique humana y no tienen comparación con la profundidad y el alcance del conocimiento antiguo.
En los primeros años de mi investigación me entusiasmé con estas nuevas observaciones, y en repetidas ocasiones intenté comentarlas con mis colegas checoslovacos. Me di cuenta rápidamente, de que si continuaba haciéndolo mi reputación estaría perdida. Durante la primera dé cada de mi trabajo de investigación, gran parte fue hecha en soledad, y debía censurar cuidadosamente mis conversaciones con otros profesionales. Sólo encontré un puñado de amigos con los cuales podía hablar abiertamente de mis descubrimientos. Esta situación empezó a cambiar en 1967, cuando me otorgaron la beca de una fundación de New Haven para la investigación psiquiátrica, en Connecticut, EE.UU.
Esto me dio la posibilidad de ir a los Estados Unidos y continuar con mi investigación sobre sustancias psicodélicas en el Centro de Investigaciones Psiquiátricas Maryland, en Baltimore. Durante mis conferencias en varias ciudades norteamericanas, me conecté con muchos colegas —investigadores de la conciencia, antropólogos, parapsicólogos, tanatólogos y otros— cuyo trabajo los había conducido a una perspectiva científica que se parecía a la mía o se complementaba con ella.
Un acontecimiento muy importante en esa época fue mi encuentro y la amistad que entablé con Abraham Maslow y Anthony Sutich, los fundadores de la psicología humanista. Abe había realizado una investigación exhaustiva de los estados místicos espontáneos, o “experiencias cumbre”, y había llegado a conclusiones muy similares a las mías. De nuestros encuentros provino la idea de lanzar una nueva disciplina que combinara la ciencia y lo espiritual e incorporase la sabiduría perenne concerniente a los distintos niveles y estados de conciencia. El nuevo movimiento, al que llamamos “psicología transpersonal”, atrajo a muchos seguidores entusiastas. Al aumentar su número, sentí por primera vez una sensación de identidad profesional y de pertenencia. Sin embargo, aún quedaba un problema: la psicología transpersonal, a pesar de ser coherente y cohesionada, parecía separada de la corriente científica inevitablemente.
Pasó otra década hasta que se tornó obvio que la ciencia tradicional estaba sufriendo una revolución conceptual sin precedentes y de una gran magnitud. Los grandes cambios que se introdujeron en la visión científica del mundo merced a las teorías de la relatividad y del quantum de Einstein fueron seguidas de revisiones igualmente profundas en muchas otras disciplinas. Se establecieron nuevas conexiones entre la psicología transpersonal y la cosmovisión científica emergente, que ha venido a ser conocida como el “nuevo paradigma”.
En este momento, aún nos falta una síntesis satisfactoria de estos desarrollos que están reemplazando la vieja manera de pensar al mundo. No obstante, este impresionante mosaico de observaciones y teorías nuevas que ya están a nuestro alcance sugiere que en el futuro los viejos y nuevos descubrimientos sobre la con ciencia y la psique humana se convertirán en parte integral de una visión del mundo más amplia.
Tres décadas de estudios sistemáticos y detallados de la mente humana a través de la observación de los estados alterados de conciencia en otros y en mí mismo, me han llevado a algunas conclusiones. Ahora creo que la conciencia y la psique humana son mucho más que productos accidentales de procesos fisiológicos en el cerebro: son reflejo de una inteligencia cósmica que permea toda la creación.
No somos solamente máquinas biológicas y animales altamente desarrollados, sino también campos de conciencia ilimitados que trascienden el tiempo y el espacio. En este contexto, la espiritualidad es una dimensión importante de la existencia, y descubrir este hecho constituye algo deseable en la vida humana. Para algunos, este proceso toma la forma de experiencias inusuales que pueden ser por momentos perturbadoras y dramáticas; éstas son crisis de transformación, para las que Cristina y yo hemos creado el término “emergencia espiritual”.
Cristina ha descrito su historia en el prólogo que acompaña a este libro con una honestidad y tina apertura poco usuales; los años de su despertar espiritual fueron extremadamente duros para los dos. A pesar de que los estados alterados de conciencia me eran familiares por mis propias experiencias y las de mi trabajo con otros, participar en este proceso las veinticuatro horas del día con una persona emocionalmente tan cercana a mí me reveló facetas enteramente nuevas, que permanecen escondidas durante un trabajo con estados alterados de conciencia en un contexto profesional.
Mirando hacia atrás, Cristina valora mucho lo que ha atravesado, aunque en ocasiones se sintió exigida hasta el límite. Puedo decir lo mismo por mí: este periodo extremadamente difícil fue un momento de aprendizaje invaluable que sólo la vida real puede ofrecer. Mis creencias se reforzaron aún más al observar los efectos de la Respiración Holotrópica, un poderoso método que desarrollamos Cristina y yo. Este método simple —combina la aceleración de la respiración, la música y el trabajo corporal— puede inducir, en un marco de trabajo seguro y de contención, un enorme espectro de experiencias curativas comparables con aquellas conocidas por episodios de transformación espontáneos; sin embargo, a diferencia de estos últimos, estas experiencias no se extienden mis allá de los períodos de duración de las sesiones holotrópicas.
El concepto de emergencia espiritual y las directrices para manejar las crisis de transformación descritas en este libro son el resultado de catorce años de un tormentoso viaje, tanto personal como profesional, que hemos compartido. De ese viaje surgió la idea de Cristina de fundar una Red de Emergencias Espirituales, una fraternidad mundial que apoya a personas que están atravesando crisis de transformación.
Extracto del libro, EN BUSCA DEL SER, GUÍA PARA EL CRECIMIENTO PERSONAL
CHRISTINA GROF & STANISLAV GROF MD